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Son las 6:30 am, desde ya éste día da indicios de que no va a ser bueno, pero y así y todo ya me estoy acostumbrando. Ningún día, desde hace mucho, me depara algo bueno. Y no es que la pase mal; ya los hombres de La Tullida no me torturan como sí lo hicieron los primeros días, cuando estaba yo recibiendo zendo golpe en la cara inmediatamente después de levantarme del piso por el golpe que me tiró hacia este. Me dolía todo el cuerpo en ese entonces. Ahora, con el tiempo, el dolor se ha vuelto un placebo en una esperanza de que pase algo, que de nuevo me vuelva a inquietar por sentir cualquier cosa.
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El tipo al que estamos esperando nos dijo que estuviéramos cumplidos porque o si no empezaba sin nosotros. Una hora de retraso lleva. Una hora que bien la pude dormir en mi cuarto cárcel asignado. Una maldita hora en la que me la he pasado, en un parqueadero al aire libre, mirando ir y venir a una hilera de hormigas gigantes rojas. Estamos esperando por el que nos dirá a quién tenemos, esta vez, sacarle información apunta de cachazos de pistola.
- A esta hormiga, la más grande de todas, la voy a llamar Didier.- digo.
- ¿Didier? – pregunta el tipo gigantón que me acompaña y que está vestido como Don Johnson en Miami Vice.
- Sí.
- ¿Y por qué Didier? Esa hormiga no tiene cara de Didier.
- Hmmm, sí tiene cara de Didier.
- Madrugar, y que nos dejen esperando por más de una hora, te tiene alucinando.
- ¿Qué hora es? – pregunta otro gigantón, el que es el chofer del carro que nos llevará a nuestro destino de sed de sangre.
- Las siete y media – dice gigantón Don Johnson.
- Yo estoy aquí desde las seis en punto. – dice el chofer.
- Ah no, a usted si lo compadezco.- digo. Compasión, algo que ya no sé qué es.
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